Me pasé media vida aprendiendo a construir muros para levantarlos a mi alrededor, para que nada me tocara. Aprendí a vivir en una torre de marfil tan aislada como imperfecta, que se vino abajo de golpe. Sin previo aviso. Lo dejé estar y eso me comió por dentro, desde las entrañas. Sin embargo, supe (o creí saber) dejarlo pasar. Perdí la partida. O al menos me mentí a mí misma diciendo que lo hacía, cuando en realidad lo único que hacía era volver a levantar mis muros a partir de los escombros intentando dejar fuera todo lo que no me venía bien, pero ya estaban llenos de agujeros.
Y por eso ahora no sé qué hacer, ni por dónde me sopla el aire. Porque estoy afectada por una suerte de exibicionismo de palo que me lleva a sonreirle a desconocidos, que en realidad implica tantas cosas que no quiero ni saber. Porque ahora que llueve, ahora ya me da igual.
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