Y es que los días de fiesta me gustan tanto como me descuadran. Salir a la calle y no ser capaz de volver. Aprovechar los últimos rayos de sol antes de que llegue ese frío que tanto echo de menos. Porque seamos realistas, en el mundo hay dos tipos de personas: aquellas a las que les pierde el calor y viven para ir de un lado otro en bañador y mini shorts; y las que son de frío, las que disfrutan andando por la calle con la cara hundida en capas y capas de bufanda, con la nariz helada y las manos en los bolsillos. Yo, obviamente, soy de las del segundo grupo, pero también sé que voy a echar de menos las terrazas de Madrid y pasear por el Retiro.
Por eso últimamente tengo problemas de recogimiento. De recogerme a mí misma, se entiende. Porque todo parece mucho más interesante cuando estás en la calle. Pasear por el Metro con una calabaza de casi dos kilos un lunes por la tarde, salir a tomar una caña y cerrar los bares un martes, ir de concierto y acabar en bares de solera...
Octubre nunca fue mi mes favorito, pero he de reconocer que este año, de momento, se está portando
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